La Masacre del Hielo
En un principio mis temerosas y catastróficas conjeturas apuntaban a que el fundamento de todo esto subyacía en la menopausia. Sin embargo, actualmente estoy empezando a revisar el asunto con un poco más de sensatez.
No es una novedad el simple hecho de ser una víctima más del funesto calor que agobia a más del 50% de todos los organismos que habitan en esta ciudad. Te acabas de bañar, y si no enciendes el abanico: a ver si soportas el calor. Es curioso observar cómo puedes llegar a captar incluso el triple del calor que sentías antes de haberte bañado (si no enciendes el abanico).
Las condiciones climáticas actuales arrojadas por los datos señalan lo siguiente:
Despejado
81º F
Sensación: 88º F
Punto de condensación: 79º Fahrenheit
Humedad: 94%
Viento: 7 MPH NE
Salida del sol: 5:39 A.m.
Puesta del sol: 6:25 P.m.
De resto, no queda sino atenerse a las consecuencias: el cabello seco, la cara brotada, un Síncope por calor, un ACV (Accidente Cerebro Vascular) y quizá hasta un molesto cáncer de piel. A eso le sumamos las terroríficas implicaciones psicológicas que van desde un elemental cambio del estado de ánimo —que puede terminar convirtiéndose en una cáustica bipolaridad— hasta un cuadro clínico propio de la neurosis.
Te vuelves consciente, percibes cómo el calor atraviesa tu ropa y recorre lentamente todo tu cuerpo hasta masacrarte y hacerte estallar en cólera. Ahora no sólo lo experimentas, ahora lo sabes. He ahí una de las posibles etiologías de la neurosis de nuestros tiempos: el calor.
En mi opinión, no es tan intrincado describir el estado psicológico en que se halla un individuo a la hora de presentar semejante cuadro. Más bien, logro concebirlo como algo simple. Tan simple como cuando te encuentras en una reunión, y así esté el aire acondicionado encendido y tengas un abanico en la cara: sigues muriendo. Entonces optas por ahorrarte cualquier tipo de comentarios porque intuyes que a la larga vas a terminar embarrándola si abres la boca. No obstante, por dentro estás agonizando, no puedes más, le estás mentando la madre al pobre aire que no tiene la culpa de tus desgracias. Tu ejecutivo central parece desentenderse de la situación, el enfoque y concentración de tu actividad mental están en todas partes menos en la trama de la conversación; estás a punto de padecer de un TDA/TDAH (Trastorno por déficit de atención, con o sin hiperactividad). Pero ni modo, te toca aguantarte, tienes que reprimir tus impulsos salvajes si no quieres ocasionar un terrible caos en el despacho.
También puedes intentar irte por otra vía —eso sí, menos plausible—, como levantarte del asiento en que te encuentras aplastado(a) y gritar que no puedes más, que te largas porque el calor ya te sacó de quicio, que te vas a bañar hasta que se te reseque toda la piel y quedes como una uva pasa. Le bajas la temperatura al aire, pateas el abanico, abres la nevera y te dispones a lanzar hielos por toda la calle con una vehemente crueldad que pone en duda tu reputación. Tu respuesta emocional es prácticamente inconcebible, ni siquiera alcanza a pasar por el Neocórtex. La sangre te hierve, tus labios están rojos y vas perdiendo el control en cuestión de segundos. Sacas todo, pero absolutamente todo lo que reprimiste en tu infancia. Luego te cae la justicia encima, sacándote en cara el famoso Artículo 111 de la Ley 599 de 2000 —por la cual se expide en el Código Penal— y acusándote por lesiones personales (“El que cause a otro daño en el cuerpo o en la salud, incurrirá en las sanciones establecidas en los artículos siguientes”). Y tú —como siempre, justificando todo, que decepción— respondes que no tienes la culpa, que nada más se te activó el Reptil y no pudiste evitar desatarte. La gente sorprendida y diciendo “ay, pero si es de buena familia” (como si eso fuera garantía de que el hijo no va a ser una futura lacra...). Todo porque mientras lanzabas hielos —en medio de tu crisis irresponsable— no tuviste la precaución de al menos ver a quién se los lanzabas.
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